martes, 31 de agosto de 2010

EL CONOCIMIENTO DE SI MISMO

A la cuestión de la experiencia religiosa sólo hay respuesta positiva si el hombre está dispuesto a satisfacer el requisito de riguroso autoexamen y autoconocimiento. Si cumple este propósito, que está al alcance de su voluntad, además de descubrir muchas verdades sobre sí mismo ga¬nará una ventaja psicológica: logrará poner seria atención y tomar un vivo interés en sí mismo. Con lo que, en cierto modo, firmará ante sí propio una declaración de la dignidad humana y dará al menos el primer paso hacia la aproximación al fundamento de su conciencia, el inconsciente, que es la fuente de experiencia religiosa que por lo pronto se nos ofrece. Esto no significa en ab¬soluto que el llamado inconsciente sea cuasi idén¬tico con Dios o tome su lugar; es el medio en el cual, para nosotros, parece originarse la experien¬cia religiosa. La causa remota de tal experiencia está fuera del alcance de la capacidad cognosci¬tiva del ser humano. El conocimiento de Dios es un problema trascendental.

El hombre religioso tiene una ventaja en lo que respecta a la respuesta al interrogante sus¬pendido sobre el hombre presente: tiene al menos una clara idea de que el fundamento de su exis¬tencia subjetiva es la relación con "Dios". Escribo la palabra "Dios" así, entre comillas, para in¬dicar que se trata de una representación antro¬pomorfa, cuya dinámica y simbolismo se dan por conducto de la psiquis inconsciente. Cada cual puede siquiera aproximarse al lugar de origen de tal experiencia, crea o no en Dios. Sin esta apro¬ximación, sólo en muy contados casos sobreviene la conversión milagrosa, cuyo prototipo es la ex¬periencia de San Pablo en el camino de Damasco. La existencia de experiencias religiosas ya no ne¬cesita ser probada. Mas será siempre dudoso si lo que la metafísica y la teología humanas llaman Dios, o dioses, es efectivamente la raíz de tales experiencias. En rigor, esta pregunta está de más, quedando contestada por la numinosidad subje¬tivamente sobrecogedora de la experiencia; la persona que la tiene está exaltada, anonadada, y por lo tanto no está en condiciones de hacerse ociosas reflexiones metafísicas o gnoseológicas al respecto. Ante la plena certeza que está en la evidencia de la experiencia, huelgan las pruebas antropomorfas.

En vista de la general ignorancia y prevención en materia psicológica, es una verdadera desgra¬cia que la única experiencia en que se funda la existencia individual parezca originarse justo en un medio librado al prejuicio general. Una vez más se oye expresar la duda: "¿Acaso de Nazaret puede salir cosa buena?" El inconsciente, cuando no pasa por una especie de pozo negro situado debajo de la conciencia, es considerado, cuando menos, como "naturaleza meramente ani¬mal". En realidad, empero, es por definición de extensión y naturaleza inciertas, de manera que ni la sobreestimación ni la subestimación tienen objeto, debiendo desecharse como prejuicios. De cualquier forma, tales juicios resultan cómicos en boca de cristianos cuyo señor mismo nació sobre la paja de un establo, en medio de animales do¬mésticos. Sería más a tono con el gusto prevale¬ciente que hubiera venido al mundo en el Templo. Análogamente, el hombre-masa profano espera la experiencia numinosa en la concentración monstre, que es un fondo mucho más imponen¬te que el alma individual humana. Y tan nefasta ilusión hasta es compartida por cristianos de orientación clerical. El papel, establecido por la psicología, que corresponde a los procesos in-conscientes en la génesis de la experiencia religio¬sa es en extremo impopular, en el sector de la Derecha no menos que en el de la Izquierda. La primera entiende que lo decisivo es la revela¬ción histórica, deparada al hombre desde fuera, y la segunda sostiene que el hombre carece de toda función religiosa, como no sea la fe en la doctrina del Partido, en la cual sí debe creerse incondicionalmente. Agrégase a ello que los dis¬tintos credos afirman cosas muy diversas, no obstante lo cual cada uno pretende ser el depo¬sitario de la verdad absoluta. Pero hoy día el mundo es uno y las distancias va no se miden por semanas y meses, sino por horas. Los pue-blos exóticos ya no son seres raros que contem¬plamos pasmados en el museo etnológico; se han tornado en vecinos nuestros y lo que antaño fue especialidad del etnólogo se convierte en pro¬blema político, social y psicológico de nuestra época. Ya incluso las distintas esferas ideológicas comienzan a compenetrarse, y no está muy le¬jano el día en que también en este terreno se planteará la cuestión de la coexistencia pacífica. Ahora bien, el acercamiento mutuo habrá menes¬ter una íntima comprensión del punto de vista contrario. La compenetración que esto requiere tendrá consecuencias en ambos bandos. Induda¬blemente la historia pasará por encima de los que se empeñan en resistir esta evolución inevi¬table, por muy deseable y psicológicamente ne¬cesario que sea preservar lo esencial y bueno de la propia tradición. A pesar de todas las diferen¬cias, terminará por imponerse la unidad de la humanidad. La doctrina marxista se sitúa en esta perspectiva histórica, mientras que el Occidente democrático cree todavía arreglárselas con la técnica y con la ayuda económico-financiera. El comunismo no ha dejado de comprender la enorme importancia del elemento ideológico y de la universalidad de los principios fundamen¬tales. Los pueblos exóticos comparten con noso¬tros el peligro de debilitamiento ideológico v son tan vulnerables como nosotros por este lado.

La subestimación del factor psicológico tal vez tenga consecuencias fatales. Ya es hora, pues, de acabar con nuestro atraso en este respecto. Por lo pronto, empero, las cosas seguirán como hasta ahora, pues el ineludible postulado del co¬nocimiento de sí mismo es en extremo impopu¬lar; se le antoja a la gente ingratamente idealista, huele a sermón moralista y se ocupa de la som¬bra psicológica de la cual, si no se la niega del todo, nadie quiere saber nada. Fuerza es califi¬car de casi sobrehumana la tarea planteada a nuestra época; exige máxima responsabilidad, si no ha de producirse otra trahison des clercs. Incumbe sobre todo a los dirigentes y a los influyentes que tienen la inteligencia suficiente para apreciar cabalmente la situación del mundo actual. De ellos podría esperarse un examen de conciencia. Pero como a más de la apreciación intelectual es menester la correspondiente con¬clusión moral, desgraciadamente no hay motivos para ser optimista. Sabido es que la naturaleza no es tan pródiga como para añadir a la agudeza mental los dones del corazón. Por lo común, donde se da aquélla faltan éstos, y las más de las veces el perfeccionamiento de una facultad determinada se ha operado a expensas de todas las demás. De ahí que sea un aspecto particular¬mente penoso la desproporción que se suele comprobar entre la inteligencia y el sentimiento, en general reñidos entre sí. No tiene sentido formular como postulado moral la tarea que nos ponen nuestra época y nuestro mundo. Cuando más, se puede exponer la situación psicológica existente tan claramente que hasta los miopes la pueden ver y expresar las palabras y las nociones que aun los duros de oído están en condiciones de oir. Cabe cifrar las esperanzas en el hecho de que existen gentes sensatas y hombres de buena voluntad, razón por la cual uno no debe cansarse de exponer una y otra vez los pensa¬mientos y los conceptos que hacen falta. Al fin y al cabo, alguna vez ha de ser la verdad la que se difunda, y no siempre sólo la mentira popular. Con lo que antecede, deseo hacer ver a mis lectores la principal dificultad que les espera: el horror en que últimamente los Estados dictato¬riales han sumido a la humanidad no es sino la culminación de todas las enormidades cometidas por nuestros antepasados cercanos y lejanos. Además de las atrocidades y matanzas entre pue¬blos cristianos que abundan en la historia euro¬pea, el hombre europeo por añadidura es respon¬sable de lo que sus regímenes coloniales han hecho a los pueblos exóticos. En este respecto pesa sobre nosotros una abrumadora carga de culpa. La maldad que se manifiesta en el hom¬bre e indudablemente está alojada en él es de máximas proporciones. Hasta el extremo de que la Iglesia, al hablar de pecado original originado en la relativamente leve falta de Adán, se diría que incurre en un eufemismo. El caso es mucho más grave, y no es juzgado con el debido rigor. Al entender que el hombre es lo que su con¬ciencia sabe de sí misma, la gente se cree anodina, añadiendo así la ignorancia a la maldad. No pue¬de ella negar que han sucedido y siguen suce¬diendo cosas horribles, pero son siempre los otros quienes las cometen. Y las fechorías co¬metidas en el pasado cercano o lejano se hunden rápida y caritativamente en el mar del olvido, permitiendo el retorno de esa especie de desen¬fadada ensoñación que se denomina "estado nor¬mal". Sin embargo, con este estado de cosas forma chocante contraste el hecho de que nada pertenece definitivamente al pasado ni nada se restablece. La maldad, la culpa, la profunda tur¬bación de la conciencia y el negro presentimien¬to están ante los ojos que no se cierran a la realidad. Aquello ha sido la obra de hombres; yo soy un hombre, participando de la naturaleza humana, luego soy un cómplice y llevo dentro de mí, intacta e inextirpable, la capacidad y pro¬pensión para hacer en cualquier momento cosa semejante. Aun cuando desde el punto de vista estrictamente jurídico no estuvimos y por ende no participamos, en razón de nuestra condición humana somos criminales potenciales. En rigor de verdad, si no fuimos arrastrados a la infernal vorágine fue, simplemente, por falta de oportu-nidad. Nadie está fuera de la tenebrosa sombra colectiva de la humanidad. Ya date la fechoría de muchas generaciones atrás o sea de reciente data, ella es síntoma de una disposición que exis¬te en todos los tiempos y en todas partes. De manera, pues, que se hace bien en tener "ima¬ginación en el mal", pues sólo el ignorante pue¬de a la larga pasar por alto las bases de su propia naturaleza. La cual ignorancia hasta es el medio más eficaz para convertirlo en instrumento del mal. Así como al que está atacado del cólera y a quienes se hallan en contacto con él de nada les sirve no tener conciencia de lo contagiosa que es esta enfermedad, no nos sirve de nada ser anodinos e ingenuos. Por el contrario, nos induce a proyectar en "los otros" la maldad ignorada en nosotros mismos. Esta actitud tiene el efecto de fortalecer grandemente la posición del bando contrario, por cuanto junto con la proyección de la maldad pasa a éste también el miedo que, de mal grado y en secreto por cierto, tenemos a nuestra propia maldad, multiplicando el peso de su amenaza. Además, la pérdida del autoconocimiento trae consigo la incapacidad para manejar la maldad. En este punto hasta tropezamos con un prejuicio fundamental de la tradición cris¬tiana, que entorpece grandemente nuestra polí¬tica: que se debe rehuir el mal, en lo posible abstenerse de tocarlo ni de mencionarlo siquie¬ra; pues es, a la vez, lo "adverso", lo tabú y temido. La actitud apotropeica ante el mal y el rehuirlo (aunque sólo en apariencia) responden a una propensión, existente ya en el nombre primitivo, a evitar el mal, a no admitirlo y, de ser posible, a expulsarlo a través de alguna fron¬tera, a manera del chivo emisario del Antiguo Testamento que ha de llevar el mal al desierto. Si ya no hay más remedio que admitir que el mal, ajeno a la voluntad del hombre, está alojado en la naturaleza humana, entra en la escena psi-cológica como contrario del bien e igual suyo. Esta admisión conduce directamente a una dua¬lidad psíquica, la cual está preformada y antici¬pada inconscientemente en la escisión política del mundo y en la disociación, más inconsciente aún, del hombre moderno mismo. Esta dualidad no es el resultado de la admisión; nos encontra¬mos ya escindidos. Sería insoportable la idea de ser personalmente responsable de tamaña cul-pabilidad; por eso se prefiere localizar el mal en determinados criminales o grupos de tales, creer¬se personalmente inocente e ignorar la poten¬cialidad general para el mal. Mas a la larga no podrá mantenerse este juego, pues la expe¬riencia demuestra que la raíz del mal está en el hombre; a menos que en consonancia con la con¬cepción cristiana del mundo se postule un prin-cipio metafísico del mal. Esta concepción comporta la gran ventaja de librar la conciencia humana de una responsabilidad abrumadora y endosarla al diablo, en apreciación psicológica¬mente correcta del hecho de que el hombre, mucho más que el hacedor de su constitución psíquica, es su víctima. Considerando que el mal producido por nuestra época eclipsa todo el que jamás haya afligido a la humanidad, uno no pue¬de por menos de preguntarse cómo es que, no obstante tanto progreso en los campos de la ad¬ministración de justicia, la medicina y la técnica, pese a tanta preocupación por la vida y la salud, han sido inventadas terribles armas destructivas que pueden fácilmente causar la desaparición de la humanidad.

Nadie va a afirmar que los representantes de la física moderna son todos unos criminales por¬que sus trabajos han conducido al perfecciona¬miento de la bomba de hidrógeno, fruto especial del ingenio humano. El inmenso esfuerzo mental requerido por el desarrollo de la física nuclear ha sido la obra de hombres que se dedicaron a su tarea con máximo denuedo y abnegación, y, por tanto, también en consideración a su magna realización moral habrían merecido ser los auto¬res de un invento útil y beneficioso para la hu¬manidad. Aunque el inicial encaminarse a un invento eminente sea un deliberado acto de vo¬luntad, como en todo desempeña también aquí un papel importante la inspiración espontánea, vale decir, la intuición. Dicho en otros términos, el inconsciente coopera v con frecuencia se le deben aportes decisivos. De manera, pues, que el esfuerzo consciente no es el único responsable del resultado, sino que en algún punto intervie¬ne el inconsciente con sus objetivos y designios difíciles de advertir. Cuando él pone un arma en las manos de alguien, es que apunta a algún acto de violencia. La ciencia aspira primordialmente al conocimiento de la verdad, y cuando a raíz de este afán surge un inmenso peligro, se tiene la impresión de estar no tanto ante un designio, sino más bien ante una fatalidad. No es que el hombre moderno sea más malo que el antiguo o el primitivo, pongamos por caso; lo que pasa es que dispone de medios mucho más eficaces para poner en evidencia su maldad. Mientras que su conciencia se ha ensanchado y diferenciado, su condición moral no ha evolucionado. Tal es el gran problema que se plantea al mundo actual. La sola razón ya no basta.

Estaría, ciertamente, dentro del alcance de la razón abstenerse, por lo peligrosos, de experi¬mentos de consecuencias infernales como son los de desintegración del átomo; pero resulta que en todas partes ella es atajada por el miedo a la maldad que no se advierte en el propio ser pero se está tanto más pronto a denunciar en los de¬más, a sabiendas de que el empleo del arma nu¬clear podría acarrear el fin de nuestro mundo actual. Aun cuando el miedo a la destrucción universal quizá nos salvará de lo peor, la even¬tualidad de tal catástrofe permanecerá suspen¬dida cual lóbrego nubarrón sobre nuestra exis¬tencia mientras no se logre tender un puente sobre el abismo psíquico y político abierto en el mundo, un puente no menos seguro que la exis¬tencia de la bomba de hidrógeno. Si pudiese desarrollarse una conciencia general de que todo cuanto separa proviene de la escisión determi¬nada por los antagonismos del alma humana, se sabría qué hacer para poner remedio. Pero si los impulsos del alma individual, en sí insignifican¬tes, y aun mínimos y personalísimos, siguen tan inconscientes e ignorados como hasta ahora, ad¬quieren por multiplicación proporciones inmen¬sas y generan agrupamientos de factores de poder y movimientos de masas que escapan a todo con¬trol racional y ya no pueden ser usados por na¬die para ningún buen fin. De manera que todos los esfuerzos directos tendientes en esa dirección son, de hecho, puro espejismo, cuyas primeras víctimas son los que los realizan.

Lo decisivo está en el hombre que no sabe la respuesta a su dualidad. Este abismo en cierto modo se ha abierto de golpe ante él a raíz de los acontecimientos más recientes de la historia mundial, después de haber vivido la humanidad durante muchos siglos sumida en un estado men¬tal que daba por sobreentendido que un único dios había creado al hombre, como minúscula unidad, a su imagen. Todavía hoy, prácticamen¬te, no se tiene conciencia de que cada cual es una pieza constitutiva del edificio de los orga¬nismos políticos de gravitación mundial y, por ende, participa causalmente en su conflicto. De un lado, uno se sabe un ser individual más o menos insignificante y se considera la víctima de potencias que no puede controlar, y del otro, lleva dentro de sí a una peligrosa sombra, anta¬gonista suyo que invisiblemente anda complica¬do en las siniestras maquinaciones de los monstruos políticos. Es propio de los entes políticos ver el mal siempre en los demás, del mismo modo que el individuo tiene una propensión punto me¬nos que extirpable a quitarse de encima lo que no sabe, ni quiere saber, de sí mismo cargándolo sobre el prójimo. Nada disocia y desgarra tanto a la sociedad como esta pereza y falta de res-ponsabilidad moral, y nada hay que promueva tan¬to el acercamiento y la comprensión como el retiro de las recíprocas proyecciones. Esta rec¬tificación necesaria requiere autocrítica, pues no se le puede mandar al otro que reconozca sus proyecciones, por cuanto, igual que uno mismo, no se percata de ellas como tales. Sólo puede darse cuenta del prejuicio y de la ilusión quien sobre la base de un saber psicológico general esté pronto a dudar de la exactitud absoluta de sus pareceres y a confrontarlos cuidadosa y concien¬zudamente con los hechos objetivos. Cosa curio¬sa, la "autocrítica" es concepto corriente en los Estados de orientación marxista; pero en contras¬te con nuestra noción está allí supeditada a la razón de Estado, vale decir, debe estar al servi¬cio del Estado, no al servicio de la verdad y de la justicia en las relaciones interhumanas. La con¬versión del individuo en hombre-masa no res¬ponde en absoluto al fin de promover la mutua comprensión y los tratos de los hombres; al con¬trario, su objetivo es la atomización, esto es, la soledad interior del individuo. Cuantos menos puntos de contacto tengan los individuos, tanta mayor solidez adquiere la organización estatal, y viceversa.

Indudablemente, también en el mundo demo¬crático la distancia entre hombre y hombre es mucho mayor de lo que conviene al bien públi¬co, y sobre todo mucho mayor de lo que con¬viene al alma humana. Es verdad que se dan múltiples intentos de eliminar los antagonismos más patentes y estorbosos por el esfuerzo idea¬lista de tales o cuales, mediante un llamado al idealismo, al entusiasmo y a la conciencia; carac¬terísticamente, empero, se omite la indispensa¬ble autocrítica, esto es, la pregunta: ¿Quién es el que formula la demanda idealista? ¿No será uno que salta su propia sombra para embarcarse con afán en un programa idealista que le pro¬mete una conveniente coartada frente a aquélla? ¿No habrá mucha espectabilidad exterior y éti¬ca aparente que encubren engañosamente un muy diferente e inconfesable mundo interior? Se quisiera antes tener la seguridad de que el predicador de idealismo es él mismo ideal, para que en sus palabras y en sus acciones haya más substancia que apariencia. Mas es imposible ser ideal, de manera que el postulado suele quedar sin cumplir. Como en general se tiene buen ol¬fato para esas cosas, los idealismos predicados o puestos en escena las más de las veces suenan a hueco y sólo son aceptables si lo contrario es admitido también. Sin este contrapeso, el idea¬lismo rebasa los alcances del hombre; su duro rigor le resta verosimilitud, y concluye por degenerar, aunque bienintencionadamente, en bluff. Mas el "blufar", aturdir, configura ilegítimo asalto y sometimiento que nunca conduce a nada bueno.

El conocimiento de la sombra trae consigo la modestia necesaria para reconocer la imperfec¬ción. Ocurre que precisamente este reconoci¬miento consciente es menester cuando se trata de establecer relaciones interhumanas. Éstas no se basan en diferenciación y perfección, que ha¬cen hincapié en la disimilitud o provocan el an¬tagonismo, sino por el contrario en lo imper¬fecto, lo débil, lo necesitado de ayuda y apoyo, que es razón y motivo de la dependencia. Lo perfecto no necesita del prójimo, pero sí lo dé¬bil, que busca arrimo y por consiguiente no opone al otro nada que lo empuje a una posición subordinada y menos lo humille por superioridad moral. Esto último ocurre harto fácilmente allí donde elevados ideales se destaquen demasiado en primer plano.

Reflexiones de esta índole no deben conside¬rarse como sentimentalismos superfluos. La cues¬tión de las relaciones interhumanas y de la íntima trabazón de nuestra sociedad es de candente ac¬tualidad en vista de la atomización del hombre-masa meramente hacinado cuyas relaciones per-sonales están minadas por el recelo general. Donde rigen el desamparo ante la ley, la estric¬ta vigilancia policial y el terror, los hombres se convierten en entes aislados entre sí; tal es precisamente el fin y propósito del Esta¬do dictatorial, el cual se apoya en la máxima acumulación posible de impotentes unidades so¬ciales. Frente a este peligro, la sociedad libre ha menester un aglutinante de naturaleza afectiva, esto es, un principio tal como por ejemplo el de caritas, la caridad cristiana. Sin embargo, el amor al prójimo es precisamente lo más afectado por la falta de comprensión que determinan las provecciones. Es, pues, de vital importancia para la sociedad libre ocuparse por perspicacia psico¬lógica de la cuestión de las relaciones interhu¬manas, toda vez que éstas son el fundamento de su trabazón propiamente dicha y, por ende, de su fuerza. Donde termina el amor, comienzan el poder, el atropello y el terror.

Con estas reflexiones no quiero formular un llamado al idealismo, sino tan sólo crear la con¬ciencia de la situación psicológica. No sé cuál de los dos es más precario, si el idealismo de la gente o su comprensión; sí sé que el determinar cambios psíquicos más o menos duraderos es ante todo una cuestión de tiempo. De ahí que la comprensión paulatina se me antoja de efectos más durables que la llama instantánea pero efí¬mera del idealismo.


C. G. J U N G- P R E S E N T E Y F U T U R O - BUENOS AIRES - Título del original en alemán: Gegenwart und Zukunft


Publicado por Rascher-Verlag, Zürich.- © 1957 by Rascher & Cie. AG. © 1963 by Editorial Sur S. A., Buenos Aires - Versión castellana de Pablo Simón

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