miércoles, 1 de diciembre de 2010

Encuentro abierto de Tarot Jungiano

El próximo Domingo 12 de Diciembre se realizará el 2° Encuentro Abierto de Tarot Jungiano.
El lugar será en un moderno café de Flores, sobre Av. Rivadavia, Capital Federal.
Para recibir mayor información ó confirmar asistencia, escribir a: tarotjungiano@hotmail.com ó llamar al 011-4-328-5766.
Las consultas serán sin cargo


domingo, 5 de septiembre de 2010

FRASES DEL LIBRO "EL SECRETO"

Todos trabajamos con un solo poder, una sola ley: La Ley de la Atracción.


Todo lo que llega a tu vida tú lo atraes a ella, es atraído hacia tu vida en virtud de las imágenes que mantienes en tu mente.


Te conviertes en aquello en lo que piensas la mayor parte de tu tiempo.


Los pensamientos se vuelven cosas.


Los pensamientos emiten una vibración magnética que atrae lo correspondiente.

 La mayoría de las personas piensan en lo que no desean y se preguntan por qué les sigue pasando una y otra vez.



Este universo está basado en la atracción. Todo tiene que ver con la atracción.


La Ley de la Atracción funciona siempre. Sea que creas en ella o no.


La Ley de la Atracción es la ley más poderosa en el universo.


Cada vez que piensas, estás en proceso de creación. Algo se va a manifestar como consecuencia de ese pensamiento.


La Ley de la Atracción dice: te daremos todo lo que pides y en lo que te enfocas.


Cuando te enfocas en algo de forma apasionada, ese algo se manifiesta aún con más rapidez.


Aquel que habla todo el tiempo de enfermedad, la tiene. Aquel que habla todo el tiempo de prosperidad, la tiene.


Eres un imán que atrae pensamientos, personas, eventos, estilo de vida.


Tú esculpes tu propia vida y lo haces con tus pensamientos.


martes, 31 de agosto de 2010

EL CONOCIMIENTO DE SI MISMO

A la cuestión de la experiencia religiosa sólo hay respuesta positiva si el hombre está dispuesto a satisfacer el requisito de riguroso autoexamen y autoconocimiento. Si cumple este propósito, que está al alcance de su voluntad, además de descubrir muchas verdades sobre sí mismo ga¬nará una ventaja psicológica: logrará poner seria atención y tomar un vivo interés en sí mismo. Con lo que, en cierto modo, firmará ante sí propio una declaración de la dignidad humana y dará al menos el primer paso hacia la aproximación al fundamento de su conciencia, el inconsciente, que es la fuente de experiencia religiosa que por lo pronto se nos ofrece. Esto no significa en ab¬soluto que el llamado inconsciente sea cuasi idén¬tico con Dios o tome su lugar; es el medio en el cual, para nosotros, parece originarse la experien¬cia religiosa. La causa remota de tal experiencia está fuera del alcance de la capacidad cognosci¬tiva del ser humano. El conocimiento de Dios es un problema trascendental.

El hombre religioso tiene una ventaja en lo que respecta a la respuesta al interrogante sus¬pendido sobre el hombre presente: tiene al menos una clara idea de que el fundamento de su exis¬tencia subjetiva es la relación con "Dios". Escribo la palabra "Dios" así, entre comillas, para in¬dicar que se trata de una representación antro¬pomorfa, cuya dinámica y simbolismo se dan por conducto de la psiquis inconsciente. Cada cual puede siquiera aproximarse al lugar de origen de tal experiencia, crea o no en Dios. Sin esta apro¬ximación, sólo en muy contados casos sobreviene la conversión milagrosa, cuyo prototipo es la ex¬periencia de San Pablo en el camino de Damasco. La existencia de experiencias religiosas ya no ne¬cesita ser probada. Mas será siempre dudoso si lo que la metafísica y la teología humanas llaman Dios, o dioses, es efectivamente la raíz de tales experiencias. En rigor, esta pregunta está de más, quedando contestada por la numinosidad subje¬tivamente sobrecogedora de la experiencia; la persona que la tiene está exaltada, anonadada, y por lo tanto no está en condiciones de hacerse ociosas reflexiones metafísicas o gnoseológicas al respecto. Ante la plena certeza que está en la evidencia de la experiencia, huelgan las pruebas antropomorfas.

En vista de la general ignorancia y prevención en materia psicológica, es una verdadera desgra¬cia que la única experiencia en que se funda la existencia individual parezca originarse justo en un medio librado al prejuicio general. Una vez más se oye expresar la duda: "¿Acaso de Nazaret puede salir cosa buena?" El inconsciente, cuando no pasa por una especie de pozo negro situado debajo de la conciencia, es considerado, cuando menos, como "naturaleza meramente ani¬mal". En realidad, empero, es por definición de extensión y naturaleza inciertas, de manera que ni la sobreestimación ni la subestimación tienen objeto, debiendo desecharse como prejuicios. De cualquier forma, tales juicios resultan cómicos en boca de cristianos cuyo señor mismo nació sobre la paja de un establo, en medio de animales do¬mésticos. Sería más a tono con el gusto prevale¬ciente que hubiera venido al mundo en el Templo. Análogamente, el hombre-masa profano espera la experiencia numinosa en la concentración monstre, que es un fondo mucho más imponen¬te que el alma individual humana. Y tan nefasta ilusión hasta es compartida por cristianos de orientación clerical. El papel, establecido por la psicología, que corresponde a los procesos in-conscientes en la génesis de la experiencia religio¬sa es en extremo impopular, en el sector de la Derecha no menos que en el de la Izquierda. La primera entiende que lo decisivo es la revela¬ción histórica, deparada al hombre desde fuera, y la segunda sostiene que el hombre carece de toda función religiosa, como no sea la fe en la doctrina del Partido, en la cual sí debe creerse incondicionalmente. Agrégase a ello que los dis¬tintos credos afirman cosas muy diversas, no obstante lo cual cada uno pretende ser el depo¬sitario de la verdad absoluta. Pero hoy día el mundo es uno y las distancias va no se miden por semanas y meses, sino por horas. Los pue-blos exóticos ya no son seres raros que contem¬plamos pasmados en el museo etnológico; se han tornado en vecinos nuestros y lo que antaño fue especialidad del etnólogo se convierte en pro¬blema político, social y psicológico de nuestra época. Ya incluso las distintas esferas ideológicas comienzan a compenetrarse, y no está muy le¬jano el día en que también en este terreno se planteará la cuestión de la coexistencia pacífica. Ahora bien, el acercamiento mutuo habrá menes¬ter una íntima comprensión del punto de vista contrario. La compenetración que esto requiere tendrá consecuencias en ambos bandos. Induda¬blemente la historia pasará por encima de los que se empeñan en resistir esta evolución inevi¬table, por muy deseable y psicológicamente ne¬cesario que sea preservar lo esencial y bueno de la propia tradición. A pesar de todas las diferen¬cias, terminará por imponerse la unidad de la humanidad. La doctrina marxista se sitúa en esta perspectiva histórica, mientras que el Occidente democrático cree todavía arreglárselas con la técnica y con la ayuda económico-financiera. El comunismo no ha dejado de comprender la enorme importancia del elemento ideológico y de la universalidad de los principios fundamen¬tales. Los pueblos exóticos comparten con noso¬tros el peligro de debilitamiento ideológico v son tan vulnerables como nosotros por este lado.

La subestimación del factor psicológico tal vez tenga consecuencias fatales. Ya es hora, pues, de acabar con nuestro atraso en este respecto. Por lo pronto, empero, las cosas seguirán como hasta ahora, pues el ineludible postulado del co¬nocimiento de sí mismo es en extremo impopu¬lar; se le antoja a la gente ingratamente idealista, huele a sermón moralista y se ocupa de la som¬bra psicológica de la cual, si no se la niega del todo, nadie quiere saber nada. Fuerza es califi¬car de casi sobrehumana la tarea planteada a nuestra época; exige máxima responsabilidad, si no ha de producirse otra trahison des clercs. Incumbe sobre todo a los dirigentes y a los influyentes que tienen la inteligencia suficiente para apreciar cabalmente la situación del mundo actual. De ellos podría esperarse un examen de conciencia. Pero como a más de la apreciación intelectual es menester la correspondiente con¬clusión moral, desgraciadamente no hay motivos para ser optimista. Sabido es que la naturaleza no es tan pródiga como para añadir a la agudeza mental los dones del corazón. Por lo común, donde se da aquélla faltan éstos, y las más de las veces el perfeccionamiento de una facultad determinada se ha operado a expensas de todas las demás. De ahí que sea un aspecto particular¬mente penoso la desproporción que se suele comprobar entre la inteligencia y el sentimiento, en general reñidos entre sí. No tiene sentido formular como postulado moral la tarea que nos ponen nuestra época y nuestro mundo. Cuando más, se puede exponer la situación psicológica existente tan claramente que hasta los miopes la pueden ver y expresar las palabras y las nociones que aun los duros de oído están en condiciones de oir. Cabe cifrar las esperanzas en el hecho de que existen gentes sensatas y hombres de buena voluntad, razón por la cual uno no debe cansarse de exponer una y otra vez los pensa¬mientos y los conceptos que hacen falta. Al fin y al cabo, alguna vez ha de ser la verdad la que se difunda, y no siempre sólo la mentira popular. Con lo que antecede, deseo hacer ver a mis lectores la principal dificultad que les espera: el horror en que últimamente los Estados dictato¬riales han sumido a la humanidad no es sino la culminación de todas las enormidades cometidas por nuestros antepasados cercanos y lejanos. Además de las atrocidades y matanzas entre pue¬blos cristianos que abundan en la historia euro¬pea, el hombre europeo por añadidura es respon¬sable de lo que sus regímenes coloniales han hecho a los pueblos exóticos. En este respecto pesa sobre nosotros una abrumadora carga de culpa. La maldad que se manifiesta en el hom¬bre e indudablemente está alojada en él es de máximas proporciones. Hasta el extremo de que la Iglesia, al hablar de pecado original originado en la relativamente leve falta de Adán, se diría que incurre en un eufemismo. El caso es mucho más grave, y no es juzgado con el debido rigor. Al entender que el hombre es lo que su con¬ciencia sabe de sí misma, la gente se cree anodina, añadiendo así la ignorancia a la maldad. No pue¬de ella negar que han sucedido y siguen suce¬diendo cosas horribles, pero son siempre los otros quienes las cometen. Y las fechorías co¬metidas en el pasado cercano o lejano se hunden rápida y caritativamente en el mar del olvido, permitiendo el retorno de esa especie de desen¬fadada ensoñación que se denomina "estado nor¬mal". Sin embargo, con este estado de cosas forma chocante contraste el hecho de que nada pertenece definitivamente al pasado ni nada se restablece. La maldad, la culpa, la profunda tur¬bación de la conciencia y el negro presentimien¬to están ante los ojos que no se cierran a la realidad. Aquello ha sido la obra de hombres; yo soy un hombre, participando de la naturaleza humana, luego soy un cómplice y llevo dentro de mí, intacta e inextirpable, la capacidad y pro¬pensión para hacer en cualquier momento cosa semejante. Aun cuando desde el punto de vista estrictamente jurídico no estuvimos y por ende no participamos, en razón de nuestra condición humana somos criminales potenciales. En rigor de verdad, si no fuimos arrastrados a la infernal vorágine fue, simplemente, por falta de oportu-nidad. Nadie está fuera de la tenebrosa sombra colectiva de la humanidad. Ya date la fechoría de muchas generaciones atrás o sea de reciente data, ella es síntoma de una disposición que exis¬te en todos los tiempos y en todas partes. De manera, pues, que se hace bien en tener "ima¬ginación en el mal", pues sólo el ignorante pue¬de a la larga pasar por alto las bases de su propia naturaleza. La cual ignorancia hasta es el medio más eficaz para convertirlo en instrumento del mal. Así como al que está atacado del cólera y a quienes se hallan en contacto con él de nada les sirve no tener conciencia de lo contagiosa que es esta enfermedad, no nos sirve de nada ser anodinos e ingenuos. Por el contrario, nos induce a proyectar en "los otros" la maldad ignorada en nosotros mismos. Esta actitud tiene el efecto de fortalecer grandemente la posición del bando contrario, por cuanto junto con la proyección de la maldad pasa a éste también el miedo que, de mal grado y en secreto por cierto, tenemos a nuestra propia maldad, multiplicando el peso de su amenaza. Además, la pérdida del autoconocimiento trae consigo la incapacidad para manejar la maldad. En este punto hasta tropezamos con un prejuicio fundamental de la tradición cris¬tiana, que entorpece grandemente nuestra polí¬tica: que se debe rehuir el mal, en lo posible abstenerse de tocarlo ni de mencionarlo siquie¬ra; pues es, a la vez, lo "adverso", lo tabú y temido. La actitud apotropeica ante el mal y el rehuirlo (aunque sólo en apariencia) responden a una propensión, existente ya en el nombre primitivo, a evitar el mal, a no admitirlo y, de ser posible, a expulsarlo a través de alguna fron¬tera, a manera del chivo emisario del Antiguo Testamento que ha de llevar el mal al desierto. Si ya no hay más remedio que admitir que el mal, ajeno a la voluntad del hombre, está alojado en la naturaleza humana, entra en la escena psi-cológica como contrario del bien e igual suyo. Esta admisión conduce directamente a una dua¬lidad psíquica, la cual está preformada y antici¬pada inconscientemente en la escisión política del mundo y en la disociación, más inconsciente aún, del hombre moderno mismo. Esta dualidad no es el resultado de la admisión; nos encontra¬mos ya escindidos. Sería insoportable la idea de ser personalmente responsable de tamaña cul-pabilidad; por eso se prefiere localizar el mal en determinados criminales o grupos de tales, creer¬se personalmente inocente e ignorar la poten¬cialidad general para el mal. Mas a la larga no podrá mantenerse este juego, pues la expe¬riencia demuestra que la raíz del mal está en el hombre; a menos que en consonancia con la con¬cepción cristiana del mundo se postule un prin-cipio metafísico del mal. Esta concepción comporta la gran ventaja de librar la conciencia humana de una responsabilidad abrumadora y endosarla al diablo, en apreciación psicológica¬mente correcta del hecho de que el hombre, mucho más que el hacedor de su constitución psíquica, es su víctima. Considerando que el mal producido por nuestra época eclipsa todo el que jamás haya afligido a la humanidad, uno no pue¬de por menos de preguntarse cómo es que, no obstante tanto progreso en los campos de la ad¬ministración de justicia, la medicina y la técnica, pese a tanta preocupación por la vida y la salud, han sido inventadas terribles armas destructivas que pueden fácilmente causar la desaparición de la humanidad.

Nadie va a afirmar que los representantes de la física moderna son todos unos criminales por¬que sus trabajos han conducido al perfecciona¬miento de la bomba de hidrógeno, fruto especial del ingenio humano. El inmenso esfuerzo mental requerido por el desarrollo de la física nuclear ha sido la obra de hombres que se dedicaron a su tarea con máximo denuedo y abnegación, y, por tanto, también en consideración a su magna realización moral habrían merecido ser los auto¬res de un invento útil y beneficioso para la hu¬manidad. Aunque el inicial encaminarse a un invento eminente sea un deliberado acto de vo¬luntad, como en todo desempeña también aquí un papel importante la inspiración espontánea, vale decir, la intuición. Dicho en otros términos, el inconsciente coopera v con frecuencia se le deben aportes decisivos. De manera, pues, que el esfuerzo consciente no es el único responsable del resultado, sino que en algún punto intervie¬ne el inconsciente con sus objetivos y designios difíciles de advertir. Cuando él pone un arma en las manos de alguien, es que apunta a algún acto de violencia. La ciencia aspira primordialmente al conocimiento de la verdad, y cuando a raíz de este afán surge un inmenso peligro, se tiene la impresión de estar no tanto ante un designio, sino más bien ante una fatalidad. No es que el hombre moderno sea más malo que el antiguo o el primitivo, pongamos por caso; lo que pasa es que dispone de medios mucho más eficaces para poner en evidencia su maldad. Mientras que su conciencia se ha ensanchado y diferenciado, su condición moral no ha evolucionado. Tal es el gran problema que se plantea al mundo actual. La sola razón ya no basta.

Estaría, ciertamente, dentro del alcance de la razón abstenerse, por lo peligrosos, de experi¬mentos de consecuencias infernales como son los de desintegración del átomo; pero resulta que en todas partes ella es atajada por el miedo a la maldad que no se advierte en el propio ser pero se está tanto más pronto a denunciar en los de¬más, a sabiendas de que el empleo del arma nu¬clear podría acarrear el fin de nuestro mundo actual. Aun cuando el miedo a la destrucción universal quizá nos salvará de lo peor, la even¬tualidad de tal catástrofe permanecerá suspen¬dida cual lóbrego nubarrón sobre nuestra exis¬tencia mientras no se logre tender un puente sobre el abismo psíquico y político abierto en el mundo, un puente no menos seguro que la exis¬tencia de la bomba de hidrógeno. Si pudiese desarrollarse una conciencia general de que todo cuanto separa proviene de la escisión determi¬nada por los antagonismos del alma humana, se sabría qué hacer para poner remedio. Pero si los impulsos del alma individual, en sí insignifican¬tes, y aun mínimos y personalísimos, siguen tan inconscientes e ignorados como hasta ahora, ad¬quieren por multiplicación proporciones inmen¬sas y generan agrupamientos de factores de poder y movimientos de masas que escapan a todo con¬trol racional y ya no pueden ser usados por na¬die para ningún buen fin. De manera que todos los esfuerzos directos tendientes en esa dirección son, de hecho, puro espejismo, cuyas primeras víctimas son los que los realizan.

Lo decisivo está en el hombre que no sabe la respuesta a su dualidad. Este abismo en cierto modo se ha abierto de golpe ante él a raíz de los acontecimientos más recientes de la historia mundial, después de haber vivido la humanidad durante muchos siglos sumida en un estado men¬tal que daba por sobreentendido que un único dios había creado al hombre, como minúscula unidad, a su imagen. Todavía hoy, prácticamen¬te, no se tiene conciencia de que cada cual es una pieza constitutiva del edificio de los orga¬nismos políticos de gravitación mundial y, por ende, participa causalmente en su conflicto. De un lado, uno se sabe un ser individual más o menos insignificante y se considera la víctima de potencias que no puede controlar, y del otro, lleva dentro de sí a una peligrosa sombra, anta¬gonista suyo que invisiblemente anda complica¬do en las siniestras maquinaciones de los monstruos políticos. Es propio de los entes políticos ver el mal siempre en los demás, del mismo modo que el individuo tiene una propensión punto me¬nos que extirpable a quitarse de encima lo que no sabe, ni quiere saber, de sí mismo cargándolo sobre el prójimo. Nada disocia y desgarra tanto a la sociedad como esta pereza y falta de res-ponsabilidad moral, y nada hay que promueva tan¬to el acercamiento y la comprensión como el retiro de las recíprocas proyecciones. Esta rec¬tificación necesaria requiere autocrítica, pues no se le puede mandar al otro que reconozca sus proyecciones, por cuanto, igual que uno mismo, no se percata de ellas como tales. Sólo puede darse cuenta del prejuicio y de la ilusión quien sobre la base de un saber psicológico general esté pronto a dudar de la exactitud absoluta de sus pareceres y a confrontarlos cuidadosa y concien¬zudamente con los hechos objetivos. Cosa curio¬sa, la "autocrítica" es concepto corriente en los Estados de orientación marxista; pero en contras¬te con nuestra noción está allí supeditada a la razón de Estado, vale decir, debe estar al servi¬cio del Estado, no al servicio de la verdad y de la justicia en las relaciones interhumanas. La con¬versión del individuo en hombre-masa no res¬ponde en absoluto al fin de promover la mutua comprensión y los tratos de los hombres; al con¬trario, su objetivo es la atomización, esto es, la soledad interior del individuo. Cuantos menos puntos de contacto tengan los individuos, tanta mayor solidez adquiere la organización estatal, y viceversa.

Indudablemente, también en el mundo demo¬crático la distancia entre hombre y hombre es mucho mayor de lo que conviene al bien públi¬co, y sobre todo mucho mayor de lo que con¬viene al alma humana. Es verdad que se dan múltiples intentos de eliminar los antagonismos más patentes y estorbosos por el esfuerzo idea¬lista de tales o cuales, mediante un llamado al idealismo, al entusiasmo y a la conciencia; carac¬terísticamente, empero, se omite la indispensa¬ble autocrítica, esto es, la pregunta: ¿Quién es el que formula la demanda idealista? ¿No será uno que salta su propia sombra para embarcarse con afán en un programa idealista que le pro¬mete una conveniente coartada frente a aquélla? ¿No habrá mucha espectabilidad exterior y éti¬ca aparente que encubren engañosamente un muy diferente e inconfesable mundo interior? Se quisiera antes tener la seguridad de que el predicador de idealismo es él mismo ideal, para que en sus palabras y en sus acciones haya más substancia que apariencia. Mas es imposible ser ideal, de manera que el postulado suele quedar sin cumplir. Como en general se tiene buen ol¬fato para esas cosas, los idealismos predicados o puestos en escena las más de las veces suenan a hueco y sólo son aceptables si lo contrario es admitido también. Sin este contrapeso, el idea¬lismo rebasa los alcances del hombre; su duro rigor le resta verosimilitud, y concluye por degenerar, aunque bienintencionadamente, en bluff. Mas el "blufar", aturdir, configura ilegítimo asalto y sometimiento que nunca conduce a nada bueno.

El conocimiento de la sombra trae consigo la modestia necesaria para reconocer la imperfec¬ción. Ocurre que precisamente este reconoci¬miento consciente es menester cuando se trata de establecer relaciones interhumanas. Éstas no se basan en diferenciación y perfección, que ha¬cen hincapié en la disimilitud o provocan el an¬tagonismo, sino por el contrario en lo imper¬fecto, lo débil, lo necesitado de ayuda y apoyo, que es razón y motivo de la dependencia. Lo perfecto no necesita del prójimo, pero sí lo dé¬bil, que busca arrimo y por consiguiente no opone al otro nada que lo empuje a una posición subordinada y menos lo humille por superioridad moral. Esto último ocurre harto fácilmente allí donde elevados ideales se destaquen demasiado en primer plano.

Reflexiones de esta índole no deben conside¬rarse como sentimentalismos superfluos. La cues¬tión de las relaciones interhumanas y de la íntima trabazón de nuestra sociedad es de candente ac¬tualidad en vista de la atomización del hombre-masa meramente hacinado cuyas relaciones per-sonales están minadas por el recelo general. Donde rigen el desamparo ante la ley, la estric¬ta vigilancia policial y el terror, los hombres se convierten en entes aislados entre sí; tal es precisamente el fin y propósito del Esta¬do dictatorial, el cual se apoya en la máxima acumulación posible de impotentes unidades so¬ciales. Frente a este peligro, la sociedad libre ha menester un aglutinante de naturaleza afectiva, esto es, un principio tal como por ejemplo el de caritas, la caridad cristiana. Sin embargo, el amor al prójimo es precisamente lo más afectado por la falta de comprensión que determinan las provecciones. Es, pues, de vital importancia para la sociedad libre ocuparse por perspicacia psico¬lógica de la cuestión de las relaciones interhu¬manas, toda vez que éstas son el fundamento de su trabazón propiamente dicha y, por ende, de su fuerza. Donde termina el amor, comienzan el poder, el atropello y el terror.

Con estas reflexiones no quiero formular un llamado al idealismo, sino tan sólo crear la con¬ciencia de la situación psicológica. No sé cuál de los dos es más precario, si el idealismo de la gente o su comprensión; sí sé que el determinar cambios psíquicos más o menos duraderos es ante todo una cuestión de tiempo. De ahí que la comprensión paulatina se me antoja de efectos más durables que la llama instantánea pero efí¬mera del idealismo.


C. G. J U N G- P R E S E N T E Y F U T U R O - BUENOS AIRES - Título del original en alemán: Gegenwart und Zukunft


Publicado por Rascher-Verlag, Zürich.- © 1957 by Rascher & Cie. AG. © 1963 by Editorial Sur S. A., Buenos Aires - Versión castellana de Pablo Simón

domingo, 29 de agosto de 2010

11 de Septiembre - Taller de Mandalas

Todas las centurias de la humanidad dispuestas a expresarse en ti…

El Sábado 11 de Septiembre a las 17.00 Hs. Duración 3 Hs. Valor $50.-

Te invito a vivenciarlo. Incluye contenido teórico-práctico

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sábado, 29 de mayo de 2010

Animus y Anima

A las figuras de lo inconsciente pertenecen, según nuestro texto, no sólo los dioses, sino también animus y anima. La palabra hun es traducida por Wilhelm como animus y, en efecto, el concepto animus calza excelentemente a hun, cuyo carácter está compuesto por el signo para “nubes” y el signo para “demonio”. En consecuencia, hun significa demonio de nubes, un “alma-hálito” superior, perteneciente al principio Yang y por eso masculina. Después de la muerte hun asciende y pasa a schen, al espíritu o dios “que se extiende y manifiesta”. El anima, llamada po, escrita con el signo para “blanco” y él signo para “demonio”, por ende “fantasma blanco”, es el alma corporal inferior, ctónica, perteneciente al principio Yin y, por lo tanto, femenina. Después de la muerte se hunde y pasa a gui, demonio, explicado a menudo como “lo que retorna” (scil., a la tierra), el alma en pena, el espectro. El hecho de que tanto el animus como el anima se separen después de la muerte y vayan independientemente por sus caminos demuestra que, para la conciencia china, son factores psíquicos distinguibles, que tienen también un efecto claramente diferente, y a pesar de que originalmente sean uno en la “esencia una, efectiva y verdadera”, son dos en la mansión de lo creativo. El animus está en el Corazón celestial, durante el día mora en los ojos (es decir, en la conciencia); por la noche sueña desde el hígado. Es aquello “que hemos recibido del gran vacío, lo que es de una figura con el origen”. El anima es, en cambio, “la fuerza de lo pesado y turbio”, fijada al corazón corporal, carnal. “Deseos carnales y excitaciones coléricas” son sus efectos. “Quien al despertar hállase sombrío y deprimido está encadenado por el anima.”

Hace ya muchos años, antes de que Wilhelm me hubiera facilitado el conocimiento de este texto, usaba yo el concepto anima de una manera enteramente análoga a la definición china1, aparte naturalmente de todo puesto metafísico. Para el psicólogo el anima no es un ser trascendental, sino completamente experimentable, como lo muestra también con claridad la definición china: los estados afectivos son experiencias inmediatas. Pero ¿por qué se habla entonces de anima y no simplemente de humores? La razón para ello es la siguiente: los afectos tienen carácter autónomo, debido a lo cual la mayoría de los hombres les está sometida. Los afectos son, empero, contenidos delimitables de la conciencia, partes de la personalidad. Como partes de la personalidad tienen carácter de personalidad; pueden por tanto ser fácilmente personificados -y los son aún hoy en día, como los ejemplos anteriores han mostrado. La personificación no es invención ociosa, por cuanto el individuo afectivamente excitado no muestra ningún carácter indiferente, sino uno completamente determinado, que es distinto del común. Se muestra, mediante la investigación cuidadosa, que en el hombre el carácter afectivo tiene rasgos femeninos. De ese hecho psicológico proviene la enseñanza china del alma po, así como mi concepción del anima. Una introspección más profunda, o la experiencia extática, revela la existencia de una figura femenina en lo inconsciente, y de ahí la denominación femenina anima, psique, alma.

También puede definirse el anima como imago o arquetipo, o sedimento de todas las experiencias del hombre con la mujer. Por eso también la imagen del anima es por regla proyectada sobre la mujer. Como se sabe, la poesía ha descrito y cantado a menudo el anima1. La relación que el anima tiene con el espectro, según la concepción china, es interesante para el parapsicólogo por cuanto los “controles” son muy frecuentemente del sexo opuesto.

Por mucho que deba aprobar la traducción que hace Wilhelm de hun por animus, ciertas razones me eran importantes para escoger para el espíritu del hombre, para su claridad de conciencia y racionalidad, no la expresión animus, de otra manera excelentemente adecuada, sino la expresión logos. Justamente son ahorradas al filósofo chino ciertas dificultades que agravan la tarea del psicólogo occidental. La filosofía china es, como toda antigua actividad espiritual, un exclusivo elemento constituyente del mundo de los hombres. Sus conceptos nunca son tomados psicológicamente y, por ende, nunca investigados respecto a la medida en que se adapten también a la psique femenina. El psicólogo no puede, empero, pasar por alto la existencia de la mujer y de su psicología particular. Por eso prefiero yo traducir hun, en el hombre, por logos. Wilhelm usa logos para el concepto chino sing, que puede también traducirse como “esencia” o ” conciencia creativa”. Hun pasa, después de la muerte, a schen, el espíritu, que filosóficamente se halla próximo a sing. Puesto que los conceptos chinos no son, en nuestro sentido, modos de ver lógicos, sino intuitivos, sus significados pueden reconocerse sólo a partir de su uso y de la constitución de los caracteres de la escritura, o precisamente de relaciones tales como la de hun a schen. Así, hun sería la luz de la conciencia y la racionalidad en el hombre, procediendo originalmente del Logos spermatikos de sing y retornando después de la muerte, mediante schen, otra vez a Tao. La expresión logos podría ser especialmente apropiada en esta aplicación, ya que entraña el concepto de una esencia universal, pues la claridad de conciencia y la racionalidad del hombre no es algo individualmente separado, sino un universal; tampoco es algo personal, sino en el sentido más profundo, suprapersonal en la más estrecha oposición a anima, que es un demonio personal y se exterioriza en humores cabalmente personales (por tal causa, animosidad).

Considerando esos hechos psicológicos he reservado la expresión animus exclusivamente para la feminidad, porque mulier non habet animam, sed animum. La psicología femenina muestra, en efecto, un contraste con el anima del hombre, que no es, primariamente, de naturaleza afectiva, sino una esencia cuasi-intelectual que se caracteriza con la palabra “prejuicio” de manera cabalmente justa. No es el “espíritu”, sino la naturaleza emocional del alma lo que corresponde a la naturaleza consciente de la mujer. El espíritu es el “alma”, o mejor dicho, el animus de la mujer. Y así como el anima del hombre consiste en primer lugar en afinidades inferiores afectivas, el animus de la mujer consiste en juicios inferiores o, mejor dicho, opiniones. (Para cualquier ampliación remito al lector a mi obra antes citada. Sólo puedo mencionar aquí lo general.) El animus de la mujer consiste en un gran número de opiniones preconcebidas y por lo tanto es mucho menos personificable por medio de una figura que, más bien, por medio de un grupo o multitud. (Un buen ejemplo parapsicológico al caso es el grupo llamado “Imperator”, en Mrs. Piper1.) El animus en un nivel más bajo, es un logos inferior, una caricatura del diferenciado espíritu del hombre, como es una caricatura el anima, en un nivel más bajo, del eros femenino. Y así como hun a sing, que Wilhelm traduce por logos, corresponde el eros de la mujer a ming, que se traduce por destino, fatum, fatalidad, y es interpretado por Wilhelm como eros. Eros es el entrelazamiento, logos el discernimiento separador, la luz clarificadora. Eros es afinidad; logos, discriminación y desapego. Por lo tanto, en el animus de la mujer el logos inferior se exterioriza como complemento falto de afinidad y, también, por lo tanto, como prejuicio inaccesible, o como una opinión que, de manera irritante, nada tiene que ver con la naturaleza del objeto.

Me ha sido reprochado a menudo que personificara yo anima y animus de manera similar a como lo hiciera la mitología. Tal reproche, empero, sólo sería justificado si se probara de que concreté, también mitológicamente, esos conceptos para el uso psicológico. De una vez por todas debo explicar que la personificación no ha sido inventada por mí, sino que es inherente a la esencia de los correspondientes fenómenos. Sería acientífico pasar por alto el hecho de que el anima es un sistema parcial psíquico y, por lo tanto, personal. Ninguno de quienes me hicieron ese reproche vacilará un segundo en decir: “he soñado con el Sr. X”, si bien, tomado con exactitud ha soñado sólo con una representación del Sr. X. El anima no es sino una representación de la naturaleza personal del sistema autónomo en cuestión. Lo que ese sistema es en un sentido trascendental, es decir, más allá de los límites de la experiencia, no lo podemos saber.

También he definido en general al anima como una personificación de lo inconsciente, y en consecuencia la he concebido como un puente a lo inconsciente, como la función de relación con lo inconsciente.

Ahora bien, con eso se vincula en forma interesante la afirmación, de nuestro texto, de que la conciencia (es decir, la conciencia personal) procede del anima. Dado que el espíritu occidental se halla por entero en el punto de vista de la conciencia, debe definir al anima de la manera que precisamente he hecho. Inversamente, empero, el oriental, que se halla en el punto de vista de lo inconsciente, ¡considerará la conciencia como un efecto del anima! Sin duda la conciencia deriva originalmente de lo inconsciente. Trátase de algo que por lo común olvidamos, y por lo tanto siempre hacemos tentativas de identificar la psique en general con la conciencia o, al menos, de exponer lo inconsciente como un derivado o un efecto de la conciencia (como, por ejemplo, en la doctrina de la represión, de Freud). No obstante es esencial, partiendo de las razones arriba citadas, que nada sea sustraído de la realidad de lo inconsciente y que las figuras de lo inconsciente sean comprendidas como magnitudes efectivas. Quien haya concebido lo que se significa con realidad psíquica, no temerá recaer con ello en la primitiva demonología. Si, en efecto, no se adjudica a las figuras de lo inconsciente la dignidad de magnitudes espontáneamente efectivas, se cae en una creencia unilateral en la conciencia, que a la postre conduce a un estado de tensión. Deben entonces ocurrir catástrofes, porque a pesar de toda la conciencia se han pasado por alto las oscuras potencias psíquicas. No somos nosotros quienes las personificamos; desde el origen son de naturaleza personal. Sólo cuando eso es cabalmente reconocido podemos pensar en despersonalizarlas, o sea, como expresa nuestro texto: “someter al anima“.
Surge aquí otra vez, y por cierto de manera peligrosa, bajo la forma de una aparente concordancia, una violenta diferencia entre el budismo y nuestra posición espiritual occidental. La doctrina yoga repudia todos los contenidos fantásticos. Nosotros también, pero el oriental lo hace sobre una base totalmente distinta de la nuestra. Reinan allá concepciones y enseñanzas que expresan de la manera más abundante la fantasía creadora. Allí debe uno defenderse contra el exceso de fantasía.

Nosotros, en cambio, consideramos la fantasía como ensoñación mísera y subjetiva. Las figuras de lo inconsciente no aparecen, naturalmente, abstractas y despojadas de todo accesorio; por el contrario, están engastadas y entrelazadas en un tejido de fantasías de inaudito abigarramiento y confusa plenitud. El Este puede repudiar esas fantasías, dado que hace mucho tiempo ya ha sacado y condensado su extracto en las profundas enseñanzas de su sabiduría. Nosotros, empero, no hemos todavía experimentado una vez esas fantasías, ni con mayor razón, tomado de ellas la quintaesencia. Aquí tenemos aún que recuperar un sector entero del vivenciar experimental, y sólo cuando hayamos encontrado el contenido sensato en lo aparentemente sin sentido podremos separar lo sin valor de lo valioso. Y podemos estar seguros de que el extracto que saquemos de nuestras vivencias será distinto del que nos ofrece hoy el Este. El Este llegó al conocimiento de las cosas internas con un desconocimiento infantil del mundo. Nosotros, en cambio, exploraremos la psique y su profundidad apoyados por un saber enormemente dilatado de la historia y las ciencias naturales. Al presente el saber externo es, por sobre todo, la mayor traba para la introspección, pero la necesidad anímica vencerá todos los obstáculos. ¡Pues estamos ya construyendo una psicología, es decir, una ciencia que nos dé la clave para cosas cuyo acceso halló el Este sólo mediante estados anímicos de excepción!

El Secreto de la flor de oro - C. G. Jung - R. Wilhelm

domingo, 9 de mayo de 2010

Símbolos

El hombre emplea la palabra hablada o escrita para expresar el signifirado de lo que desea transmitir. Su lenguaje está lleno de símbolos pero también emplea con frecuencia signos o imágenes que no son estrictamente
descriptivos. Algunos son meras abreviaciones o hilera de iniciales como ONU, UNICEF, o UNESCO; otros son conocidas marcas de fábrica,nombres de medicamentos patentados,emblemas o insignias. Aunque estos carecen de significado en sí mismos, adquirieron un significado reconocible mediante el uso común o una intención deliberada. Tales cosas no son símbolos. Son signos y no hacen más que denotar los objetos a los que están vinculados.

Lo que llamamos símbolo es un término, un nombre o aun una pintura que puede ser conocido en la vida diaria aunque posea connotaciones
específicas además de su signIficado corriente y obvio. Representa algo vago, desconocido u oculto para nosotros. Muchos monumentos cretenses, por ejemplo, están marcados con el dibujo de la azuela doble. Este es un objeto que conocemos, pero desconocemos sus proyecciones simbólicas. Como otro ejemplo, tenemos el caso del indio que, después de una visita a Inglaterra, contó a sus amigos, al regresar a la patria, que los ingleses adoraban animales porque había encontrado águilas, leones y toros en las iglesias antiguas. No se daba cuenta (ni se la dan muchos cristianos) de que esos animales son símbolos de los Evangelistas y se derivan de la visión de Ezequiel y que eso, a su vez, tiene cierta analogía con el dios
egipcio Horus y sus cuatro hijos. Además, hay objetos, tales como la rueda y la cruz, que son conocidos en todo el mundo y que tienen cierto signIficado simbólico bajo CIertas condiciones. Precisamente lo que simbolizan sigue siendo asunto de especulaciones de controversia.

Así es que una palabra o una imagen es simbólica cuando representa algo más que su significado inmediato y obvio. Tiene un aspecto "inconsciente" más amplio que nunca está definido con precisión o completamente explicado. Ni se puede esperar definirlo o explicarlo. Cuando la mente explora el símbolo, se ve llevada a ideas que yacen más allá del alcance
de la razón. La rueda puede conducir nuestros pensamientos hacia el concepto de un sol "divino", pero en ese punto, la razón tiene que admitir su incompetencia; el hombre es incapaz de definir un ser "divino". Cuando,
con todas nuestras limitaciones intelectuales, llamamos "divino" a algo, le hemos dado meramente un nombre que puede basarse en un credo pero jamás en una prueba real.

Como hay innumerables cosas más allá del alcance del entendimiento humano, usamos constantemente términos simbólicos para representar conceptos que no podemos definir o comprender del todo. Esta es una de las razones
por las cuales todas las religiones emplean lenguaje simbólico o imágenes. Pero esta utilización consciente de los símbolos es solo un aspecto de un hecho psicológico de gran importancia: el hombre también produce símbolos
inconsciente y espontáneamente en forma de sueños.

No es fácil captar este punto. Pero hay que captarlo si queremos saber más acerca de las formas en que trabaja la mente humana. El hombre, como nos damos cuenta si reflexionamos un momento, jamás percibe cosa alguna por entero o la comprende completamente. Puede ver, oír, tocar y gustar; pero hasta dónde ve, cuánto oye, qué le dice el tacto y qué saborea dependen del número y calidad de sus sentidos. Estos limitan su percepción del mundo que le rodea. Utilizando instrumentos científicos, puede compensar parcialmente las deficiencias de sus sentidos. Por ejemplo,puede ampliar el alcance de su vista con prismáticos o el de su oído mediante amplificación eléctrica. Pero los más complicados aparatos no pueden hacer más que poner al alcance de sus ojos los objetos distantes o pequeños o hacer audibles los sonidos débiles. No importa qué instrumentos use, en determinado punto alcanza el límite de certeza más allá del cual no puede pasar el conocimiento consciente.

Además, hay aspectos inconscientes de nuestra percepción de la realidad. El primero es el hecho de que, aun cpando nuestros sentidos reaccionan ante fenómenos reales, visuales y sonoros, son trasladados en cierto modo desde el reino de la realidad al de la mente. Dentro de la mente, se convierten en sucesos psíquicos cuya naturaleza última no puede conocerse porque la psique no puede conocer su propia sustancia psíquica. Por tanto, cada experiencia contiene un número ilimitado de factores desconocidos, por no mencionar el hecho de que cada objeto concreto es siempre
desconocido en ciertos respectos, porque no podemos conocer la naturaleza última de la propia materia...


"El hombre y sus símbolos" - Editorial Paidós -
1° Edición 1995 - Bs. As.
Título original: Man and his simbols
Publicado en inglés por Anchor Books, Doubleday, Nueva York
Traducción de Luis Escolar Bareño
(reproducida con autorización de Aguilar, S.A. de Ediciones)

Jung y el Tarot

Los inquietantes naipes que integran el Tarot han sido objeto de diversos enfoques: el más frecuente los considera como un artefacto adivinatorio; el más inquietante los reconoce como páginas del legendario "libro de Thot", dios de la sabiduría, contador de estrellas, inventor de la escritura, maestro de las palabras de poder y de su correcta pronunciación. La primera tendencia ha producido una lamentable literatura consistente en manuales plagados de recetas para leer la ventura; la segunda abunda en confusas especulaciones "esotéricas" que casi siempre encubren ideologías discutibles.

Quienes ven en el Tarot el "libro de Thot", que no es otro que Hermes Trismegisto, personificación del discurso divino, recurren a una metáfora que expresa la convicción de que sus símbolos son portadores de conocimiento. La cosa se complica cuando se trata de determinar en qué consiste tal conocimiento: rosacruces, aficionados a la cábala, teósofos y ocultistas de diversas tendencias presintieron en esta baraja un posible modelo del universo.

En este sentido "conocer" no implica disponer de una teoría o de un conjunto de informaciones, sino ante todo "devenir consciente" y así transfigurar la existencia.

Puede afirmarse un poco en broma que Jung no era tanto un psicólogo preocupado por temas del ocultismo -conocidas son sus obras sobre alquimia, gnosticismo, teología, etc. - sino más bien un ocultista disfrazado de psicólogo. Con ello se alude al hecho de que su pensamiento reformula una visión muy antigua -"perenne"- a través de un lenguaje contemporáneo; él mismo sostenía que la verdad eterna necesita del lenguaje humano, que varía con el espíritu de la época. Y una de las tesis fundamentales de Jung es que en el alma hay un proceso autónomo, independiente de las circunstancias, que aspira a una meta, al que denominó "proceso de individuación".

Así, nos encontraríamos con dos sujetos de la existencia: por una parte el sujeto consciente, el "yo" más o menos diurno, y por la otra el sujeto integral de tal proceso autónomo, con el cual el "yo" puede cooperar o luchar y al que habitualmente desconoce. A este segundo sujeto Jung lo llamó "sí-mismo". Esta concisa exposición, errónea por su misma brevedad, destaca un factor dramático en el desarrollo de la existencia. El pensamiento de Jung es la explicitación y aproximación a este drama íntimo que, si bien compromete a la faceta consciente de la personalidad, acaece en gran parte más allá de sus fronteras, en esa región misteriosa llamada "el inconsciente".

Es por ello que el proceso de individuación no se expresa por conceptos -que atañen a la consciencia- sino por símbolos, que abarcan tanto la consciencia como el inconsciente.

¿Y qué hay de la adivinación? Si por tal entendemos no tanto la predicción de acontecimientos como la comprensión del destino, entonces la adivinación no consiste sino en la revelación del proceso alquímico. En efecto, ya Heráclito afirmó en el siglo V a. de C. que "el carácter (ethos) es, para los hombres, su destino (daimon)". Presiento aquí la misma convicción que llevó a inscribir en la entrada al oracular templo de Apolo en Delfos la máxima: "Conócete a ti mismo". El "ethos" es el genio configurador del destino. Conocer el propio destino implica reconocer la propia índole. La psicología entera de Jung aparece como la dilucidación de este aserto. Porque si en la existencia nos hallamos comprometidos en un proceso anímico autónomo que tiende a una meta, ésta constituirá nuestro destino. Y los acontecimientos, que no son sino las situaciones a través de las cuales discurre nuestro viaje, sólo devienen transparentes una vez comprendidos como tales.

Las imágenes del Tarot no significan personas, cosas o acontecimientos, sino que proyectan a las personas, cosas y acontecimientos dentro del contexto de la ineludible odisea anímica. De ahí que pueda afirmarse que, cuando se consulta el Tarot, no son las cartas lo que hay que leer: lo que debe leerse es la propia vida. Los símbolos no se resuelven en situaciones, sino que sugieren el significado de las mismas. Por ello recogen lo que hay de más inmediato en la experiencia básica, que es siempre nosotros mismos, nuestras pasiones sordas, nuestros deseos inconscientes, para destilarlo en comprensión, esto es, en consciencia...


Parte del prólogo de Enrique Eskenazi para el libro de Sallie Nichols: "Jung y el Tarot: Un viaje arquetípico" -
Edición española - Editorial Kairós 1988 -
Barcelona, 1988

sábado, 1 de mayo de 2010

El Diablo

El diablo

El Diablo es una figura arquetípica cuya estirpe se re monta, directa o indirectamente, a la antigüedad, donde solía representarse como una bestia demoníaca más poderosa y menos humana que la imagen que nos ofrece el Tarot. Set, por ejemplo, el dios egipcio del mal, se representaba como una serpiente o un cocodrilo. En la antigua Mesopotamia, por su parte, Pazazu (el rey de los espiritus malignos del aire, un demonio portador de la malaria que moraba en el viento del suroeste) encarnaba algunas de las cualidades que hoy atribuirnos a Satán. Nuestro Diablo también ha heredado algunas de las cualidades de Tiamat, la diosa babilonia del caos, que asumía el aspecto de un murciélago con garras y cuernos. Fue en la época judeocristiana cuando el Diablo comenzó a aparecer en forma definitivamente humana y a llevar a cabo su nefasta actividad de manera más comprensible para nosotros, los humanos.

El hecho de que la imagen del Diablo haya ido humanizándose con el correr de los siglos representa simbólicamente que hoy en día estamos en mejores condiciones para considerarla como un aspecto oscuro de nosotros mismos, que como un dios sobrenatural o como un demonio infernal.

Paradójicamente, sin embargo, a medida que la vida consciente del ser humano se torna más «civilizada» su naturaleza animal se declara en guerra y se vuelve más salvaje. A este respecto dice Jung:

Las fuerzas instintivas reprimidas por el hombre civilizado son muchísimo más destructivas -y, por consiguiente más peligrosas – que los instintos del primitivo que vive de continuo en estrecho contacto con sus aspectos negativos. En consecuencia, ninguna guerra pasada puede competir -en cuanto a su colosal escalada de horrores se refiere- con las guerras que asolan hoy a las naciones civilizadas.

Jung continúa diciendo que la imagen tradicional del Dia blo -mitad hombre mitad bestia- «describe exactamente los aspectos más siniestros y grotescos de nuestro inconsciente con el que jamás hemos llegado a conectar y que, por consiguiente, ha permanecido en su estado salvaje original».

Si examinamos al «hombre-bestia» que nos muestra el Tarot descubriremos que en él no existe ninguna parte que destaque sobre las demás. Lo que hace su figura tan detestable es el absurdo conglomerado de rasgos tan dispares. Este agregado irracional atenta contra el mismo orden de las cosas y socava el esquema cósmico sobre el que descansa toda nuestra visión de la vida. Afrontar esta sombra significa afrontar un miedo que no sólo espanta al ser humano sino que también aterra a la misma Naturaleza.

Pero esta extraña bestia que todos llevamos en nuestro interior y a la que proyectamos como Diablo es, después de todo, Lucifer. Y Lucifer es un ángel -aunque ciertamente un ángel caído- el Portador de la Luz y, como tal, es un mensajero de Dios. Es imprescindible, pues, que aprendamos a establecer contacto con él.


Encuentro con la Sombra - C. G. Jung, J. Campbell, K. Wilber, M-L. von Franz, R. Bly, L. Dossey, M. S. Peck, R. May, J. Pierrakos, J. A. Sanford, S. Nichols, L. Greene, B. Hannah, J. Bradshaw y otros