sábado, 29 de mayo de 2010

Animus y Anima

A las figuras de lo inconsciente pertenecen, según nuestro texto, no sólo los dioses, sino también animus y anima. La palabra hun es traducida por Wilhelm como animus y, en efecto, el concepto animus calza excelentemente a hun, cuyo carácter está compuesto por el signo para “nubes” y el signo para “demonio”. En consecuencia, hun significa demonio de nubes, un “alma-hálito” superior, perteneciente al principio Yang y por eso masculina. Después de la muerte hun asciende y pasa a schen, al espíritu o dios “que se extiende y manifiesta”. El anima, llamada po, escrita con el signo para “blanco” y él signo para “demonio”, por ende “fantasma blanco”, es el alma corporal inferior, ctónica, perteneciente al principio Yin y, por lo tanto, femenina. Después de la muerte se hunde y pasa a gui, demonio, explicado a menudo como “lo que retorna” (scil., a la tierra), el alma en pena, el espectro. El hecho de que tanto el animus como el anima se separen después de la muerte y vayan independientemente por sus caminos demuestra que, para la conciencia china, son factores psíquicos distinguibles, que tienen también un efecto claramente diferente, y a pesar de que originalmente sean uno en la “esencia una, efectiva y verdadera”, son dos en la mansión de lo creativo. El animus está en el Corazón celestial, durante el día mora en los ojos (es decir, en la conciencia); por la noche sueña desde el hígado. Es aquello “que hemos recibido del gran vacío, lo que es de una figura con el origen”. El anima es, en cambio, “la fuerza de lo pesado y turbio”, fijada al corazón corporal, carnal. “Deseos carnales y excitaciones coléricas” son sus efectos. “Quien al despertar hállase sombrío y deprimido está encadenado por el anima.”

Hace ya muchos años, antes de que Wilhelm me hubiera facilitado el conocimiento de este texto, usaba yo el concepto anima de una manera enteramente análoga a la definición china1, aparte naturalmente de todo puesto metafísico. Para el psicólogo el anima no es un ser trascendental, sino completamente experimentable, como lo muestra también con claridad la definición china: los estados afectivos son experiencias inmediatas. Pero ¿por qué se habla entonces de anima y no simplemente de humores? La razón para ello es la siguiente: los afectos tienen carácter autónomo, debido a lo cual la mayoría de los hombres les está sometida. Los afectos son, empero, contenidos delimitables de la conciencia, partes de la personalidad. Como partes de la personalidad tienen carácter de personalidad; pueden por tanto ser fácilmente personificados -y los son aún hoy en día, como los ejemplos anteriores han mostrado. La personificación no es invención ociosa, por cuanto el individuo afectivamente excitado no muestra ningún carácter indiferente, sino uno completamente determinado, que es distinto del común. Se muestra, mediante la investigación cuidadosa, que en el hombre el carácter afectivo tiene rasgos femeninos. De ese hecho psicológico proviene la enseñanza china del alma po, así como mi concepción del anima. Una introspección más profunda, o la experiencia extática, revela la existencia de una figura femenina en lo inconsciente, y de ahí la denominación femenina anima, psique, alma.

También puede definirse el anima como imago o arquetipo, o sedimento de todas las experiencias del hombre con la mujer. Por eso también la imagen del anima es por regla proyectada sobre la mujer. Como se sabe, la poesía ha descrito y cantado a menudo el anima1. La relación que el anima tiene con el espectro, según la concepción china, es interesante para el parapsicólogo por cuanto los “controles” son muy frecuentemente del sexo opuesto.

Por mucho que deba aprobar la traducción que hace Wilhelm de hun por animus, ciertas razones me eran importantes para escoger para el espíritu del hombre, para su claridad de conciencia y racionalidad, no la expresión animus, de otra manera excelentemente adecuada, sino la expresión logos. Justamente son ahorradas al filósofo chino ciertas dificultades que agravan la tarea del psicólogo occidental. La filosofía china es, como toda antigua actividad espiritual, un exclusivo elemento constituyente del mundo de los hombres. Sus conceptos nunca son tomados psicológicamente y, por ende, nunca investigados respecto a la medida en que se adapten también a la psique femenina. El psicólogo no puede, empero, pasar por alto la existencia de la mujer y de su psicología particular. Por eso prefiero yo traducir hun, en el hombre, por logos. Wilhelm usa logos para el concepto chino sing, que puede también traducirse como “esencia” o ” conciencia creativa”. Hun pasa, después de la muerte, a schen, el espíritu, que filosóficamente se halla próximo a sing. Puesto que los conceptos chinos no son, en nuestro sentido, modos de ver lógicos, sino intuitivos, sus significados pueden reconocerse sólo a partir de su uso y de la constitución de los caracteres de la escritura, o precisamente de relaciones tales como la de hun a schen. Así, hun sería la luz de la conciencia y la racionalidad en el hombre, procediendo originalmente del Logos spermatikos de sing y retornando después de la muerte, mediante schen, otra vez a Tao. La expresión logos podría ser especialmente apropiada en esta aplicación, ya que entraña el concepto de una esencia universal, pues la claridad de conciencia y la racionalidad del hombre no es algo individualmente separado, sino un universal; tampoco es algo personal, sino en el sentido más profundo, suprapersonal en la más estrecha oposición a anima, que es un demonio personal y se exterioriza en humores cabalmente personales (por tal causa, animosidad).

Considerando esos hechos psicológicos he reservado la expresión animus exclusivamente para la feminidad, porque mulier non habet animam, sed animum. La psicología femenina muestra, en efecto, un contraste con el anima del hombre, que no es, primariamente, de naturaleza afectiva, sino una esencia cuasi-intelectual que se caracteriza con la palabra “prejuicio” de manera cabalmente justa. No es el “espíritu”, sino la naturaleza emocional del alma lo que corresponde a la naturaleza consciente de la mujer. El espíritu es el “alma”, o mejor dicho, el animus de la mujer. Y así como el anima del hombre consiste en primer lugar en afinidades inferiores afectivas, el animus de la mujer consiste en juicios inferiores o, mejor dicho, opiniones. (Para cualquier ampliación remito al lector a mi obra antes citada. Sólo puedo mencionar aquí lo general.) El animus de la mujer consiste en un gran número de opiniones preconcebidas y por lo tanto es mucho menos personificable por medio de una figura que, más bien, por medio de un grupo o multitud. (Un buen ejemplo parapsicológico al caso es el grupo llamado “Imperator”, en Mrs. Piper1.) El animus en un nivel más bajo, es un logos inferior, una caricatura del diferenciado espíritu del hombre, como es una caricatura el anima, en un nivel más bajo, del eros femenino. Y así como hun a sing, que Wilhelm traduce por logos, corresponde el eros de la mujer a ming, que se traduce por destino, fatum, fatalidad, y es interpretado por Wilhelm como eros. Eros es el entrelazamiento, logos el discernimiento separador, la luz clarificadora. Eros es afinidad; logos, discriminación y desapego. Por lo tanto, en el animus de la mujer el logos inferior se exterioriza como complemento falto de afinidad y, también, por lo tanto, como prejuicio inaccesible, o como una opinión que, de manera irritante, nada tiene que ver con la naturaleza del objeto.

Me ha sido reprochado a menudo que personificara yo anima y animus de manera similar a como lo hiciera la mitología. Tal reproche, empero, sólo sería justificado si se probara de que concreté, también mitológicamente, esos conceptos para el uso psicológico. De una vez por todas debo explicar que la personificación no ha sido inventada por mí, sino que es inherente a la esencia de los correspondientes fenómenos. Sería acientífico pasar por alto el hecho de que el anima es un sistema parcial psíquico y, por lo tanto, personal. Ninguno de quienes me hicieron ese reproche vacilará un segundo en decir: “he soñado con el Sr. X”, si bien, tomado con exactitud ha soñado sólo con una representación del Sr. X. El anima no es sino una representación de la naturaleza personal del sistema autónomo en cuestión. Lo que ese sistema es en un sentido trascendental, es decir, más allá de los límites de la experiencia, no lo podemos saber.

También he definido en general al anima como una personificación de lo inconsciente, y en consecuencia la he concebido como un puente a lo inconsciente, como la función de relación con lo inconsciente.

Ahora bien, con eso se vincula en forma interesante la afirmación, de nuestro texto, de que la conciencia (es decir, la conciencia personal) procede del anima. Dado que el espíritu occidental se halla por entero en el punto de vista de la conciencia, debe definir al anima de la manera que precisamente he hecho. Inversamente, empero, el oriental, que se halla en el punto de vista de lo inconsciente, ¡considerará la conciencia como un efecto del anima! Sin duda la conciencia deriva originalmente de lo inconsciente. Trátase de algo que por lo común olvidamos, y por lo tanto siempre hacemos tentativas de identificar la psique en general con la conciencia o, al menos, de exponer lo inconsciente como un derivado o un efecto de la conciencia (como, por ejemplo, en la doctrina de la represión, de Freud). No obstante es esencial, partiendo de las razones arriba citadas, que nada sea sustraído de la realidad de lo inconsciente y que las figuras de lo inconsciente sean comprendidas como magnitudes efectivas. Quien haya concebido lo que se significa con realidad psíquica, no temerá recaer con ello en la primitiva demonología. Si, en efecto, no se adjudica a las figuras de lo inconsciente la dignidad de magnitudes espontáneamente efectivas, se cae en una creencia unilateral en la conciencia, que a la postre conduce a un estado de tensión. Deben entonces ocurrir catástrofes, porque a pesar de toda la conciencia se han pasado por alto las oscuras potencias psíquicas. No somos nosotros quienes las personificamos; desde el origen son de naturaleza personal. Sólo cuando eso es cabalmente reconocido podemos pensar en despersonalizarlas, o sea, como expresa nuestro texto: “someter al anima“.
Surge aquí otra vez, y por cierto de manera peligrosa, bajo la forma de una aparente concordancia, una violenta diferencia entre el budismo y nuestra posición espiritual occidental. La doctrina yoga repudia todos los contenidos fantásticos. Nosotros también, pero el oriental lo hace sobre una base totalmente distinta de la nuestra. Reinan allá concepciones y enseñanzas que expresan de la manera más abundante la fantasía creadora. Allí debe uno defenderse contra el exceso de fantasía.

Nosotros, en cambio, consideramos la fantasía como ensoñación mísera y subjetiva. Las figuras de lo inconsciente no aparecen, naturalmente, abstractas y despojadas de todo accesorio; por el contrario, están engastadas y entrelazadas en un tejido de fantasías de inaudito abigarramiento y confusa plenitud. El Este puede repudiar esas fantasías, dado que hace mucho tiempo ya ha sacado y condensado su extracto en las profundas enseñanzas de su sabiduría. Nosotros, empero, no hemos todavía experimentado una vez esas fantasías, ni con mayor razón, tomado de ellas la quintaesencia. Aquí tenemos aún que recuperar un sector entero del vivenciar experimental, y sólo cuando hayamos encontrado el contenido sensato en lo aparentemente sin sentido podremos separar lo sin valor de lo valioso. Y podemos estar seguros de que el extracto que saquemos de nuestras vivencias será distinto del que nos ofrece hoy el Este. El Este llegó al conocimiento de las cosas internas con un desconocimiento infantil del mundo. Nosotros, en cambio, exploraremos la psique y su profundidad apoyados por un saber enormemente dilatado de la historia y las ciencias naturales. Al presente el saber externo es, por sobre todo, la mayor traba para la introspección, pero la necesidad anímica vencerá todos los obstáculos. ¡Pues estamos ya construyendo una psicología, es decir, una ciencia que nos dé la clave para cosas cuyo acceso halló el Este sólo mediante estados anímicos de excepción!

El Secreto de la flor de oro - C. G. Jung - R. Wilhelm

domingo, 9 de mayo de 2010

Símbolos

El hombre emplea la palabra hablada o escrita para expresar el signifirado de lo que desea transmitir. Su lenguaje está lleno de símbolos pero también emplea con frecuencia signos o imágenes que no son estrictamente
descriptivos. Algunos son meras abreviaciones o hilera de iniciales como ONU, UNICEF, o UNESCO; otros son conocidas marcas de fábrica,nombres de medicamentos patentados,emblemas o insignias. Aunque estos carecen de significado en sí mismos, adquirieron un significado reconocible mediante el uso común o una intención deliberada. Tales cosas no son símbolos. Son signos y no hacen más que denotar los objetos a los que están vinculados.

Lo que llamamos símbolo es un término, un nombre o aun una pintura que puede ser conocido en la vida diaria aunque posea connotaciones
específicas además de su signIficado corriente y obvio. Representa algo vago, desconocido u oculto para nosotros. Muchos monumentos cretenses, por ejemplo, están marcados con el dibujo de la azuela doble. Este es un objeto que conocemos, pero desconocemos sus proyecciones simbólicas. Como otro ejemplo, tenemos el caso del indio que, después de una visita a Inglaterra, contó a sus amigos, al regresar a la patria, que los ingleses adoraban animales porque había encontrado águilas, leones y toros en las iglesias antiguas. No se daba cuenta (ni se la dan muchos cristianos) de que esos animales son símbolos de los Evangelistas y se derivan de la visión de Ezequiel y que eso, a su vez, tiene cierta analogía con el dios
egipcio Horus y sus cuatro hijos. Además, hay objetos, tales como la rueda y la cruz, que son conocidos en todo el mundo y que tienen cierto signIficado simbólico bajo CIertas condiciones. Precisamente lo que simbolizan sigue siendo asunto de especulaciones de controversia.

Así es que una palabra o una imagen es simbólica cuando representa algo más que su significado inmediato y obvio. Tiene un aspecto "inconsciente" más amplio que nunca está definido con precisión o completamente explicado. Ni se puede esperar definirlo o explicarlo. Cuando la mente explora el símbolo, se ve llevada a ideas que yacen más allá del alcance
de la razón. La rueda puede conducir nuestros pensamientos hacia el concepto de un sol "divino", pero en ese punto, la razón tiene que admitir su incompetencia; el hombre es incapaz de definir un ser "divino". Cuando,
con todas nuestras limitaciones intelectuales, llamamos "divino" a algo, le hemos dado meramente un nombre que puede basarse en un credo pero jamás en una prueba real.

Como hay innumerables cosas más allá del alcance del entendimiento humano, usamos constantemente términos simbólicos para representar conceptos que no podemos definir o comprender del todo. Esta es una de las razones
por las cuales todas las religiones emplean lenguaje simbólico o imágenes. Pero esta utilización consciente de los símbolos es solo un aspecto de un hecho psicológico de gran importancia: el hombre también produce símbolos
inconsciente y espontáneamente en forma de sueños.

No es fácil captar este punto. Pero hay que captarlo si queremos saber más acerca de las formas en que trabaja la mente humana. El hombre, como nos damos cuenta si reflexionamos un momento, jamás percibe cosa alguna por entero o la comprende completamente. Puede ver, oír, tocar y gustar; pero hasta dónde ve, cuánto oye, qué le dice el tacto y qué saborea dependen del número y calidad de sus sentidos. Estos limitan su percepción del mundo que le rodea. Utilizando instrumentos científicos, puede compensar parcialmente las deficiencias de sus sentidos. Por ejemplo,puede ampliar el alcance de su vista con prismáticos o el de su oído mediante amplificación eléctrica. Pero los más complicados aparatos no pueden hacer más que poner al alcance de sus ojos los objetos distantes o pequeños o hacer audibles los sonidos débiles. No importa qué instrumentos use, en determinado punto alcanza el límite de certeza más allá del cual no puede pasar el conocimiento consciente.

Además, hay aspectos inconscientes de nuestra percepción de la realidad. El primero es el hecho de que, aun cpando nuestros sentidos reaccionan ante fenómenos reales, visuales y sonoros, son trasladados en cierto modo desde el reino de la realidad al de la mente. Dentro de la mente, se convierten en sucesos psíquicos cuya naturaleza última no puede conocerse porque la psique no puede conocer su propia sustancia psíquica. Por tanto, cada experiencia contiene un número ilimitado de factores desconocidos, por no mencionar el hecho de que cada objeto concreto es siempre
desconocido en ciertos respectos, porque no podemos conocer la naturaleza última de la propia materia...


"El hombre y sus símbolos" - Editorial Paidós -
1° Edición 1995 - Bs. As.
Título original: Man and his simbols
Publicado en inglés por Anchor Books, Doubleday, Nueva York
Traducción de Luis Escolar Bareño
(reproducida con autorización de Aguilar, S.A. de Ediciones)

Jung y el Tarot

Los inquietantes naipes que integran el Tarot han sido objeto de diversos enfoques: el más frecuente los considera como un artefacto adivinatorio; el más inquietante los reconoce como páginas del legendario "libro de Thot", dios de la sabiduría, contador de estrellas, inventor de la escritura, maestro de las palabras de poder y de su correcta pronunciación. La primera tendencia ha producido una lamentable literatura consistente en manuales plagados de recetas para leer la ventura; la segunda abunda en confusas especulaciones "esotéricas" que casi siempre encubren ideologías discutibles.

Quienes ven en el Tarot el "libro de Thot", que no es otro que Hermes Trismegisto, personificación del discurso divino, recurren a una metáfora que expresa la convicción de que sus símbolos son portadores de conocimiento. La cosa se complica cuando se trata de determinar en qué consiste tal conocimiento: rosacruces, aficionados a la cábala, teósofos y ocultistas de diversas tendencias presintieron en esta baraja un posible modelo del universo.

En este sentido "conocer" no implica disponer de una teoría o de un conjunto de informaciones, sino ante todo "devenir consciente" y así transfigurar la existencia.

Puede afirmarse un poco en broma que Jung no era tanto un psicólogo preocupado por temas del ocultismo -conocidas son sus obras sobre alquimia, gnosticismo, teología, etc. - sino más bien un ocultista disfrazado de psicólogo. Con ello se alude al hecho de que su pensamiento reformula una visión muy antigua -"perenne"- a través de un lenguaje contemporáneo; él mismo sostenía que la verdad eterna necesita del lenguaje humano, que varía con el espíritu de la época. Y una de las tesis fundamentales de Jung es que en el alma hay un proceso autónomo, independiente de las circunstancias, que aspira a una meta, al que denominó "proceso de individuación".

Así, nos encontraríamos con dos sujetos de la existencia: por una parte el sujeto consciente, el "yo" más o menos diurno, y por la otra el sujeto integral de tal proceso autónomo, con el cual el "yo" puede cooperar o luchar y al que habitualmente desconoce. A este segundo sujeto Jung lo llamó "sí-mismo". Esta concisa exposición, errónea por su misma brevedad, destaca un factor dramático en el desarrollo de la existencia. El pensamiento de Jung es la explicitación y aproximación a este drama íntimo que, si bien compromete a la faceta consciente de la personalidad, acaece en gran parte más allá de sus fronteras, en esa región misteriosa llamada "el inconsciente".

Es por ello que el proceso de individuación no se expresa por conceptos -que atañen a la consciencia- sino por símbolos, que abarcan tanto la consciencia como el inconsciente.

¿Y qué hay de la adivinación? Si por tal entendemos no tanto la predicción de acontecimientos como la comprensión del destino, entonces la adivinación no consiste sino en la revelación del proceso alquímico. En efecto, ya Heráclito afirmó en el siglo V a. de C. que "el carácter (ethos) es, para los hombres, su destino (daimon)". Presiento aquí la misma convicción que llevó a inscribir en la entrada al oracular templo de Apolo en Delfos la máxima: "Conócete a ti mismo". El "ethos" es el genio configurador del destino. Conocer el propio destino implica reconocer la propia índole. La psicología entera de Jung aparece como la dilucidación de este aserto. Porque si en la existencia nos hallamos comprometidos en un proceso anímico autónomo que tiende a una meta, ésta constituirá nuestro destino. Y los acontecimientos, que no son sino las situaciones a través de las cuales discurre nuestro viaje, sólo devienen transparentes una vez comprendidos como tales.

Las imágenes del Tarot no significan personas, cosas o acontecimientos, sino que proyectan a las personas, cosas y acontecimientos dentro del contexto de la ineludible odisea anímica. De ahí que pueda afirmarse que, cuando se consulta el Tarot, no son las cartas lo que hay que leer: lo que debe leerse es la propia vida. Los símbolos no se resuelven en situaciones, sino que sugieren el significado de las mismas. Por ello recogen lo que hay de más inmediato en la experiencia básica, que es siempre nosotros mismos, nuestras pasiones sordas, nuestros deseos inconscientes, para destilarlo en comprensión, esto es, en consciencia...


Parte del prólogo de Enrique Eskenazi para el libro de Sallie Nichols: "Jung y el Tarot: Un viaje arquetípico" -
Edición española - Editorial Kairós 1988 -
Barcelona, 1988

sábado, 1 de mayo de 2010

El Diablo

El diablo

El Diablo es una figura arquetípica cuya estirpe se re monta, directa o indirectamente, a la antigüedad, donde solía representarse como una bestia demoníaca más poderosa y menos humana que la imagen que nos ofrece el Tarot. Set, por ejemplo, el dios egipcio del mal, se representaba como una serpiente o un cocodrilo. En la antigua Mesopotamia, por su parte, Pazazu (el rey de los espiritus malignos del aire, un demonio portador de la malaria que moraba en el viento del suroeste) encarnaba algunas de las cualidades que hoy atribuirnos a Satán. Nuestro Diablo también ha heredado algunas de las cualidades de Tiamat, la diosa babilonia del caos, que asumía el aspecto de un murciélago con garras y cuernos. Fue en la época judeocristiana cuando el Diablo comenzó a aparecer en forma definitivamente humana y a llevar a cabo su nefasta actividad de manera más comprensible para nosotros, los humanos.

El hecho de que la imagen del Diablo haya ido humanizándose con el correr de los siglos representa simbólicamente que hoy en día estamos en mejores condiciones para considerarla como un aspecto oscuro de nosotros mismos, que como un dios sobrenatural o como un demonio infernal.

Paradójicamente, sin embargo, a medida que la vida consciente del ser humano se torna más «civilizada» su naturaleza animal se declara en guerra y se vuelve más salvaje. A este respecto dice Jung:

Las fuerzas instintivas reprimidas por el hombre civilizado son muchísimo más destructivas -y, por consiguiente más peligrosas – que los instintos del primitivo que vive de continuo en estrecho contacto con sus aspectos negativos. En consecuencia, ninguna guerra pasada puede competir -en cuanto a su colosal escalada de horrores se refiere- con las guerras que asolan hoy a las naciones civilizadas.

Jung continúa diciendo que la imagen tradicional del Dia blo -mitad hombre mitad bestia- «describe exactamente los aspectos más siniestros y grotescos de nuestro inconsciente con el que jamás hemos llegado a conectar y que, por consiguiente, ha permanecido en su estado salvaje original».

Si examinamos al «hombre-bestia» que nos muestra el Tarot descubriremos que en él no existe ninguna parte que destaque sobre las demás. Lo que hace su figura tan detestable es el absurdo conglomerado de rasgos tan dispares. Este agregado irracional atenta contra el mismo orden de las cosas y socava el esquema cósmico sobre el que descansa toda nuestra visión de la vida. Afrontar esta sombra significa afrontar un miedo que no sólo espanta al ser humano sino que también aterra a la misma Naturaleza.

Pero esta extraña bestia que todos llevamos en nuestro interior y a la que proyectamos como Diablo es, después de todo, Lucifer. Y Lucifer es un ángel -aunque ciertamente un ángel caído- el Portador de la Luz y, como tal, es un mensajero de Dios. Es imprescindible, pues, que aprendamos a establecer contacto con él.


Encuentro con la Sombra - C. G. Jung, J. Campbell, K. Wilber, M-L. von Franz, R. Bly, L. Dossey, M. S. Peck, R. May, J. Pierrakos, J. A. Sanford, S. Nichols, L. Greene, B. Hannah, J. Bradshaw y otros